Nueva novela de José M. Royo
Fernando Romo Feito
El mejor lugar es la historia de un amor que recuerda l’amour fou del surrealismo. Un enamoramiento absorbente y destructivo del que sus protagonistas no pueden ni quieren escapar y, así, se mantiene en perpetuo torbellino, sin evolucionar nunca.
Pero abarcar el periodo entre 1974 y 2016 da de sí para muchas cosas, sobre todo para dos, que se entrelazan con la primera: mostrar la evolución ideológica del votante prototípico de izquierdas; y algo que recuerda la novela negra sin confundirse con ella. El libro combina entonces varios libros posibles, lo que justifica su no pequeña extensión.
Se estructura en un capítulo inicial, inmediatamente previo al desenlace, para el cual habrá que esperar hasta el último y, entre ambos, la historia, que avanza linealmente. En el primer capítulo un yo narra, el del protagonista, Víctor Lacambra. A partir del segundo, la tercera persona narrativa que solo en el 10, penúltimo, se identifica como la voz del autor, José Royo. Así, lo que leemos es su esfuerzo por investigar la historia de Lacambra. Rige la narración un principio que se formula explícitamente como idea de este: los hechos de la vida pública y de las vidas particulares “circulan casi siempre en paralelo hasta terminar por parecerse tanto que es difícil distinguir lo que ocurre en el conjunto de una sociedad de lo que le acontece a cada uno de sus componentes” (p. 144). Principio inteligente, porque permite repasar la historia contemporánea al hilo de la narración; no es la mirada del historiador, claro está, sino las voces del diálogo entre el narrador y Lacambra, que empezó en torno al PCE para pasar a votante del socialismo y al desengaño final. Como dije arriba: una evolución prototípica.

Lucrecia Guillén es un personaje inolvidable. Con ecos de mujer fatal, evoluciona de forma desconcertante para Víctor (y para el lector) hasta que damos con su clave: la dualidad. En ella conviven la mujer “dueña de su destino” que no se atiene a normas ajenas y, oculta, “la niña rechazada y aturdida, la que acataba las órdenes de su padre, hasta el punto de no existir” (p. 374). Pero que emerge una y otra vez frustrando el equilibrio de la protagonista desde ese oscuro interior determinado por la prehistoria familiar: la madre y la hermana de Lucrecia, ella misma, han convertido al padre desaparecido en un dios cuyas órdenes hay que obedecer, por dañinas que sean para los vivos.
Lo escisión subyacente a Lucrecia tiene su contrapartida en otra dualidad, que orienta el comportamiento de Víctor: la dialéctica entre el “mejor lugar” y “un buen lugar”. El primero lo define el propio texto y no es otro que el amor de Lucrecia, sin eludir el sexo: “Cuando […] Lucrecia se lo pidió sin palabras y él se deslizó en su interior, Víctor pudo oír que ella decía con toda claridad: Oh, sí, amor mío[…] palabras que significaban […] la meta más deseada, el premio más ambicionado. El mejor lugar del mundo” (p. 309).
Pero alcanzar el mejor lugar y, sobre todo, mantenerse es lo que Lucrecia impide siempre, lo que no deja otra alternativa a Víctor que encontrar lugares que, si no el mejor, al menos sean acogedores. Y ello permite introducir una bien perfilada galería de personajes femeninos, que acompañan algunos tramos de la evolución de Víctor (los masculinos resultan más desvaídos, con excepción de otro estupendo, el abogado Otero). Algunas almas bellas se escandalizarán ante frases como “a partir de los cincuenta, una mujer tiene que elegir entre su cara y su culo” (p. 540), como si la narración no dejara claro que son las mujeres las damnificadas de esta historia.
Completan los mencionados algunos otros personajes relevantes, sobre todo, las familias de Víctor y Lucrecia y entre ellos, la madre del primero, inolvidable, y la hermana de la segunda, digna de lástima.
Hablábamos al principio de que una peculiar novela negra encajada en la narración contribuye a darle profundidad. Es muestra expresiva de los límites a que puede llegar Lucrecia y arrastrar a Víctor y abre otra ventana a la actualidad: investigación policial, procedimiento judicial y medios de comunicación. Pero el autor elude muy bien los tópicos del género: ni hay un detective cínico pero eficaz, ni se desvela verdad alguna y todo se juega entre auténticos antihéroes.
Añadamos finalmente que, siendo la prosa de José Royo funcional, no pretendiendo robar protagonismo a la historia en sí mediante floritura verbal alguna, está salpicada de sentencias muchas veces impagables. Solo dos ejemplos. Comentando el mundo que se abre a la muerte del dictador: “La vida, que siempre gana la última partida […] La muerte está sobrevalorada y solo vence en batallas individuales, pero lleva perdiendo la guerra contra la vida desde el principio de los tiempos” (p. 109). O, al volver Víctor de Sarajevo: “Como hubiera hecho cualquier hombre de bien, tomó partido por las víctimas y trabó amistad con ellas” (p. 327). Lo que, se notará, es algo diferente del odioso “español de bien” de la dictadura.
En conclusión. El mejor lugar, por su ambicioso ensamblaje entre la historia de una pasión, el poder del sustrato familiar y una evolución política de la España contemporánea en la que un amplio colectivo lector se verá reflejado, puede valorarse sin lugar a dudas como una excelente novela, desde luego muy recomendable.