Enrique Ortego estaba sólo de paso, y se quedó casi cuarenta años. Acaso se emborrachó con el humo de las fumarolas volcánicas de San Cristóbal, Cerro Negro y Concepción. Se dejó atrapar por el canto de los pájaros, sucumbió como el joven Mowgli, a la llamada de la selva, de las tierras vírgenes. Caminó sus estrechas sendas, vadeó torrentes, conoció a sus gentes…
Trató a los hombres y las mujeres de aquellas tierras. Sus voces le hablaron en el viejo idioma melodioso y dulce. Los rostros indígenas de los viejos, piel de pergamino, los jóvenes rostros de las mujeres, corazón alegre y mirada triste de antiguos orgullos mancillados, le ganaron la carne y el espíritu. Obraron el milagro, y Enrique que sólo estaba de paso, se quedó en cuerpo y alma. El Salvador, Honduras, Guatemala… y Nicaragua, Nicaragüita, emoción renacida, fragantes flores del jardín de Sandino, esenciaron su sangre, perfumaron el cáliz que apuró hasta las heces.
Enrique Ortego estaba sólo de paso como estamos todos. Un día se fue como nos iremos los demás tarde o temprano. Él nos dejó testimonio de su vida, de su labor y de su huella de hombre de bien. Estos relatos son el regalo que nos hace su talento y su sensibilidad. A través de su lectura respiraremos el aire que respiró, y quién sabe si también amaremos los amores que amó.