Cuando se cumplen setenta años desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el peor conflicto bélico padecido por la humanidad desde sus orígenes, mucho se ha escrito sobre la implicación de millares de ciudadanos españoles en aquella tremenda contienda.
Los numerosos estudios publicados sobre los exiliados republicanos deportados a los campos nazis, o sobre quienes lucharon junto a los alemanes en la División Azul o del lado de los Aliados en la resistencia francesa, por citar sólo los ejemplos más recurrentes, dan buena fe del interés de la historiografía y el público por la suerte de nuestros conciudadanos implicados en aquella magna partida que se jugó en un mundo convertido en inmenso campo de batalla.
Más complejo resulta esclarecer las motivaciones profundas que guiaron a cada una de las personas que se unieron voluntariamente a la lucha; especialmente por lo que se refiere a los integrantes de uno de los colectivos más comprometido y, sin embargo, menos conocido: el de los ciudadanos españoles que durante los últimos meses de la guerra y contraviniendo las propias órdenes del Gobierno de Madrid optaron por alistarse en las fuerzas de un Tercer Reich agónico que se hundía inexorablemente en la destrucción y el caos de la derrota. Si en la mayoría de ellos primó un firme compromiso ideológico con la causa del fascismo, en otros, en cambio, tal aserto no parece tan claro. Ese es el caso de Isidoro Lahoz Lázaro, protagonista indiscutible de la historia que aquí relatamos. Procedente de la pequeña localidad zaragozana de Letux e hijo de una familia implicada a fondo con las ideas republicanas y socialistas, en los años de su infancia y adolescencia, Isidoro sería testigo y protagonista del drama que iba a truncar el futuro de España. Pese a que al término de la guerra los suyos fueron duramente represaliados por los vencedores, para sorpresa de todos, Isidoro, un joven de carácter aventurero en absoluto partidario del fascismo, optó por viajar al frente ruso formando parte de la División Azul y, más adelante, por abandonar España de modo ilegal para alistarse en la Wehrmacht cuando la lucha ya estaba claramente perdida para los alemanes.
En su camino hacia el frente de Rumanía atravesaría la Francia ocupada y el Berlín imperial devastado por las bombas, la idílica campiña austriaca que parecía ajena a la guerra y una Hungría que se precipitaba hacia el desastre… Capturado por los soviéticos en el frente de los Cárpatos, pasaría casi diez años en los campos de prisioneros rusos, un largo cautiverio en el que tendría ocasión de familiarizarse a fondo con todo aquel siniestro universo del Gulag, con su carga de hambre, frío y padecimientos. Tras regresar a España a bordo del Semíramis en la primavera de 1954, con el tiempo se convertiría en uno de los últimos supervivientes de toda aquella extraordinaria y rocambolesca historia. Como en el caso de tantos españoles de su generación, hoy en día el relato de su vida se ha convertido en un reflejo particularmente extremado de las vicisitudes atravesadas por toda una generación que contra viento y marea consiguió abrirse camino superando temibles tempestades de odio, fanatismo y destrucción.