Aires de tormenta, vendavales de libertad
Ante la publicación por Editorial Comuniter del libro “La España que fuimos”, pensado e impulsado por Javier Aguirre y Antón Castro, hemos decidido, de acuerdo con ellos, ya que las circunstancias han impedido finalmente presentarlo, hacerlo virtualmente reproduciendo el prólogo del segundo, que resume sus contenidos.
Y nos sumamos a la idea de dedicarlo a nuestro amigo Bernardo Bayona que murió precisamente durante ese proceso editorial, siendo el próximo 6 de noviembre su primer aniversario. Un texto en que Javier Aguirre glosa su persona y trayectoria, aparece en su mensual Tribuna Digital en Aragón digital.
Agradecemos el Colofón que evoca Andalán y su aparición un 15 de septiembre, en que oficialmente salía el libro de la imprenta. Es un guiño de afecto, ideado por Herminio Lafoz y Juan J. Soro, directores de la colección ‘Es un decir’. De hecho, tanto ellos, como la mayoría de los firmantes, estuvieron, si la edad lo permitía, con nuestra revista de papel, o se sintieron, y les sentimos, muy cerca del empeño. Gracias a todos.
España cambió de golpe con el temblor de la democracia. Nada fue fácil, pero había tal hambre de libertad que se multiplicaron los partidos y las nomenclaturas, y aquel país que se había regodeado en los estertores del general Franco ––hubo varios––, aceleró su aprendizaje y se forjó la transición. Ahora, al mirar hacia atrás, solo vemos sus defectos. O no le encontramos más que costuras, pliegues ocultos, subterfugios, trampas, como si algo fuese fácil en aquel país nuevo que salía a la calle sobre los humores de la dictadura y del recuerdo brumoso de casi un millón de muertos.
Cuando llegué a Zaragoza en 1978, la democracia ya se desmandaba. Y las elecciones no eran una quimera. Ni tampoco la elaboración de una Constitución moderna. Ni el estado de las Autonomías, que tenía diversos tramos, autopistas más rápidas para las nacionalidades históricas. Los partidos empezaron a ajustar sus cuadros y a singularizar sus líderes. Los grandes de aquel primer momento, con vindicaciones y trayectos muy distintos, eran Adolfo Suárez, que tenía algo de renacido y de líder clásico, algo hamletiano, que se purificaba día tras día la sangre contaminada de franquismo, Felipe González, el líder obrero, convincente, con un piquito de oro que ensalzaba su modernidad, Santiago Carrillo, el demonio y un viejo dios dispuesto a abrazar el eurocomunismo, al que le sacaban a diario los fantasmas de la Guerra Civil, y Manuel Fraga, un resistente brillante, de verbo incendiario y glotón, que no estaba dispuesto a soltar la placenta del viejo general, muerto para siempre como todos los muertos de la tierra, y aún creía que la calle podía seguir siendo suya. A su lado, como insolentes animales de compañía, como sensatos hacedores de una España nueva, que de todo había en el jardín de la democracia irregular, avanzaban otros líderes, otras quimeras y bastantes extravagancias, que irían sucumbiendo a la tiranía de los votos.
En medio de ese maremágnum, el país ofrecía su resistencia. No todo el mundo estuvo a la altura del momento histórico. La derecha se agudizó y entronizó, entre otros, a Blas Piñar (que acabó siendo un alma vagarosa y fantasmal) y al estamento militar. Y la Iglesia, como casi siempre, solo era leal a sí misma e indiferente a la ciudadanía, al menos hasta que la mejoró el cardenal Tarancón. El terrorismo de derechas y de izquierdas se soltó la melena sin compasión alguna, y los unos y los otros decidieron que la España que sucedía al general Franco podía ser una pira, un escarmiento, una ciénaga, un batiburrillo donde la Guerra Civil y las contradicciones del sistema podían alzarse por los aires y explotar como una falla.
La España que despegó en la Transición fue la España que se atrevió a soñar, la España que se atrevió a mirar en el fondo de los baúles del tiempo y del rencor. Fue la España que quiso recuperar a sus olvidados, a sus derrotados, a sus exiliados. Fue la España que aprobó leyes, que se echó campo a través porque tenía anhelos, sed de cultura, codicia de bienestar, y porque quería ser europea, universal, y presentía que quería contarse y agigantarse en la diplomacia, en el parlamento y en la creación.
Yo recuerdo que llegué a Zaragoza porque había algo que no quería hacer en modo alguno: el servicio militar. Por varias razones: estaba contra la militarización obligatoria, contra aquella jerarquía un tanto irracional, me sentía incapaz de empuñar un arma, por ética y por estética, y además había vivido varios años de mi adolescencia oyendo las más terribles historias de novatadas en el ejército. Y fue aquí en Zaragoza donde entendí la profundidad del movimiento, y donde vi que había muchos jóvenes como yo, y mucho más concienciados y mejor formados, que exhibían múltiples razones: cristianas, políticas (siempre recordaré que había un compañero que decía que él solo empuñaría un arma al servicio de la III República), filosóficas, sociológicas o vinculadas a los credos no violentos.
Mientras todo aquello se precocinaba o se cocinaba, a varias temperaturas y a diferentes velocidades, asomó la intentona de golpe de Estado del 23–F de 1981. Fue la revelación de que aún estábamos un poco sitiados, acosados, aún había una clase que no se sumaba al despertar libre, un estamento que entendía que el discurrir de los nuevos tiempos, con accidentes y atentados terroristas, solo les perjudicaba a ellos. Y Milans del Bosch, Armada y Tejero decidieron volver a la nada. Felizmente no tuvieron suerte.
Aquel día inacabable yo trabajaba de camarero de bingo en la calle Ávila. Fuimos el único bingo de la ciudad que no cerramos. O quizá hubiera otro más. Volví a casa solo y, esa noche, en un rapto de miedo y de irracionalidad, destrocé todos mis álbumes políticos y artísticos de Castelao: ‘Atila en Galicia’, ‘Milicianos’ y ‘Galicia mártir’. Y no solo: corrí a la estación del Portillo a sacarme un billete para irme a Portugal. Me daba mucho miedo todo lo que ocurría y entonces me pareció que la carta que había mandado al ejército explicando mi postura antimilitarista me acarrearía una condena explícita e inmediata.
De muchas de estas cosas se habla en este libro de historia y de ficción, con un fondo político, con un cañamazo social, con esa impresión de que se abordan graves asuntos que sucedieron anteayer. Todos sus autores con especialistas en el arte de investigar y analizar los hechos. No les vamos a decir a los futuros lectores de La España que fuimos quiénes son Eloy Fernández Clemente, Bernardo Bayona, Julián Casanova, Luis Granell, Mercedes Yusta, Pablo Aguirre Herráinz o Javier Aguirre, este polígrafo que los reúne a todos en este caleidoscopio sobre la Transición y las historias menudas que se vivieron, y que a veces parecen reaparecer, como sucede con el episodio del Valle de los Caídos, que cuenta Julián Casanova, donde se enterró a Franco. Casi medio siglo después, el general Franco ha seguido mal enterrado, como si su cuerpo podrido emergiese a la superficie para seguir espantándonos un poco a todos. [Finalmente, la exhumación se produjo el 24 de octubre de 2019, con el libro imprimiéndose. Nota de Andalán]
Eloy Fernández Clemente, que lo ha hecho casi todo en esta vida, incluso recibir la visita de monseñor Cantero Cuadrado en la cárcel de Torrero (como recuerda Luis Granell), habla de ‘El panorama democrático en España’ a través de una conferencia del año 1976 que ofreció en Pau. Detectaba que la vieja piel de toro, azotada de contradicciones (como entendieron los poetas Antonio Machado, César Vallejo o Jaime Gil de Biedma), no iba a olvidar fácilmente al dictador: “Hoy Juan Carlos reina con más poderes que cualquier corona constitucional europea, pero con muchos menos que Franco que, como el Cid, batalla después de muerto por medio de sus ataduras”.
Bernardo Bayona Aznar, un humanista cristiano que nunca renunció a diversas formas de lucha desde la proximidad al socialismo, aborda ‘El escenario internacional a la muerte de Franco’. Su texto es una lección de política internacional y nacional, pero también recuerda la anemia sociológica e ideológica de España. “Desde la muerte de Franco hasta el fracasado golpe de Estado el 23 de febrero de 1981 la ultraderecha española fue especialmente violenta y operó bajo diversos nombres: Guerrilleros de Cristo Rey, Batallón Vasco Español, Alianza Apostólica Anticomunista, o Triple A, Antiterrorismo ETA, Acción Nacional Española, Grupos Armados Españoles y Comandos Antimarxistas, entre otros”. Conviene recordar que no se queda solo en esa enumeración; también recuerda los atentados terroristas de los Grapo o de ETA, entre otros.
Con su peculiar estilo de historiador social, de inclinación narrativa, Julián Casanova efectúa un jugoso relato de ‘España, 1975’, el año de la muerte de Francisco Franco y lo que vino luego. Podríamos extraer esta conclusión: “El breve período de tiempo transcurrido entre septiembre y diciembre de 1976 se reveló después como trascendental, un punto de inflexión para la transición. Una transición compleja, sembrada de conflictos, de obstáculos previstos y de problemas inesperados, en un contexto de crisis económica y de incertidumbre política”.
Luis Granell Pérez, forjado en Andalán y en El día de Aragón, lanza su mirada crítica hacia Aragón. Entre otras muchas cosas constata: “En su número del 1 de febrero, Andalán publicaba un ‘Diccionario político de Aragón’ en el que, prescindiendo de los grupúsculos ultraderechistas, se daba cuenta de la existencia en la región de nada menos que 18 formaciones políticas (todas ilegales) de derecha, centro e izquierda”.
Mercedes Yusta, profesora en París y experta en maquis, estudia el período convulso de las luchas antifranquistas. Recuerda: “La Agrupación que alcanzó un mayor éxito organizativo fue probablemente la AGLA, la Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón, creada prácticamente ‘ex novo’ por el PCE en 1946 en una zona, la que abarcaban las provincias de Teruel, Cuenca, Castellón y parte de Valencia y Guadalajara, en la que no existían apenas grupos previos de huidos”.
Pablo Aguirre habla de ‘Los horizontes del exilio’ en un texto muy matizado, con jugosos análisis e interpretaciones. Quizá el corolario más preciso de su aportación sería este: “La labor cultural del exilio, sobre todo la que denominaríamos como ‘intelectual’ ––producción literaria, memorias de personalidades, etc.––, ha venido siendo editada y difundida con notable profusión. Un poco más ha tardado en salir a la luz la historia a contrapelo, o historia social, de la emigración republicana, y hoy comienza a tomar altitud el enfoque que estudia el exilio desde perspectivas de género, de clase y, por qué no, de historia comparada”.
El animador y animoso Francisco Javier Aguirre resume muchas cosas que han tratado los historiadores por la vía de la ficción en su narración Rescate. En su caso, como bien se sabe, una buena parte de sus novelas nacen de conversaciones, de cosas que le cuentan: es un gran oyente, alguien que tiene buen oído y que luego, con su prosa, con su entusiasmo y con su energía, lo envuelve todo en sus ficciones, como si asumiera de forma misteriosa, o quizá matemática, tantos datos, sucesos y personajes que van y vienen por la previa colección de ensayos.
Aquí se habla de ‘La España que fuimos’, claro que sí. Pero también de la España que somos, la que reaparece a menudo con sus costras de pánico e intolerancia, y la España que seremos. En este país hay que aprender a leer siempre entre líneas. Todo tiende a repetirse, con desolación y sensación de fracaso, y a la vez irrumpen aires de tormenta o vendavales de libertad que aspiran a mejorar la vida, la convivencia y los territorios infinitos del futuro.
“La España que fuimos”, prologo de Antón Castro